"un pedacito del planeta que no pudieron no!"

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sexta-feira, 2 de dezembro de 2011

El neofeudalismo



El actual momento político y social ya no permite hablar de democracia, sostiene el autor, quien pone de manifiesto que el sistema ha destruido la mecánica democrática. A juicio de Antonio Álvarez-Solís lo que la humanidad vive en estos momentos es una suerte de feudalismo, ante la que reivindica la rebelión porque, tal como señala, de lo que se trata es de recobrar la libertad.
Hay algo que debemos admitir si es cierto que creemos en la libertad y aspiramos a la soberanía ciudadana: no puede ya hablarse de democracia en la actual situación política y social. El Sistema imperante ha destruido la mecánica democrática y la ha sustituido por una multiplicidad de potestades de oscuro origen que operan a su antojo. La ciudadanía no pasa de ser más que un pretexto. El tiempo es de un feudalismo tan disperso como insolente.
Las promesas electorales son burladas  apenas los vencedores se aproximan al gobierno o al llamado proceso de gobernanza, como ahora empieza a decirse, inyectando en el vocablo un sentido puramente administrativo. Todo reviste una anárquica determinación utilitaria que trata de convalidarse con la pretensión de lo eficaz. El poder desciende verticalmente desde los reductos en que se resguardan quienes lo tienen atenazado en nombre de reglas y comportamientos que se bautizan de ineludibles y la vida se va destruyendo en el horno dogmático que mantienen los poderosos a plena potencia. Ni siquiera el Estado es capaz de someter a las taifas que hacen de él un arma inmoral o un argumento hueco. Los poderosos han colonizado universidades, iglesias, organismos internacionales y estructuras financieras para crear la gran doctrina de que el mundo no tiene más que un camino. Y millones de seres sufrientes comparten esa opinión, descalificándose a sí mismos, condenándose por graves pecados -como el pecado del consumismo- sin reparar siquiera en que han sido víctimas del engaño y la mentira. Los poderes tratan de convertir el caos en un confesionario para sujetos apesadumbrados.
Lo mortal de esta omnipotencia del poder es que ha perdido toda coherencia interna y ha acabado por degradarse en una concurrencia inorgánica de poderes. La monarquía absoluta que significó la gran época liberal-burguesa, en donde todos los poderosos se cobijaban bajo una única corona ideológica -cada cual sabía cuál era su papel en la gran conjunción-, se ha disuelto en banderías que han acabado en el bandidaje.
Exactamente en el bandidaje. Si aspiramos a una nueva época hay que perder el miedo a las palabras. Repetirlas incluso como un mantra hasta liberar nuestra conciencia a fin de abordar el análisis. El bandidaje, según los diccionarios, lo protagonizan personas perversas y desenfrenadas ¿Acaso no es esa calificación la adecuada para los autores de tanto dolor y tanta muerte como sufre a diario la mayoría del planeta? Bandidaje. Parece simple y desbocado el recurso verbal, pero es exacto. Repitamos eso varias veces al día. Notaremos cómo se oxigena nuestra mente.
El bandidaje es una actividad humana más en el marco de los arbitrarios procederes solemnes. No es, como en otras circunstancias históricas, oficio bajo y malencarado de gentes ruínes y de aspecto menguado. Hay que conceder que no sólo son bandidos los piratas somalíes. Repitamos, pues, lo de bandidaje ante la plaga de infortunios que nos afecta. Es el primer paso para que empiece a parecer aceptable hablar, consecuentemente, de rebelión y de justicia popular, que es, por el contrario, acontecer noble y de reales merecimientos espirituales. Primordialmente la rebelión entraña limpieza e higiene y no se puede negar que ha sido en la mayoría de los casos la gestora de casi todas las justicias.
El progreso moral de la humanidad consiste en una larga cadena de rebeldías. Si el hombre es incapaz de liberarse del dogma ideológico y de las formas lingüísticas con que lo expresan los poderosos nunca acabará la penitencia de las masas.
El feudalismo actual se caracteriza, como todos los feudalismos, por su incapacidad para construir verdaderos sistemas de crecimiento. El señor feudal es excluyente y marca su territorio con determinación y dureza. Luego lo explota desordenadamente en un proceso que alterna la extorsión con las huídas, los desgarros de la moral con temores cotidianos que le fuerzan a ser cada vez más cruel. Va y viene de lo privado a lo público, de lo público a lo privado. No le importa ya el imperio sino su miserable intimidad temerosa y desconfiada. Los cabecillas feudales de esta hora son, por ejemplo, los manipuladores de la deuda, los explotadores de necesidades elementales de acuerdo con quienes, creyendo que participan del rigor y sabiduría de la élite, los sirven de una u otra manera.
¿En cuántos fragmentos de obediencia está troceado el hombre contemporáneo en el seno de ese feudalismo? No se trata de que se mantenga en una única y aceptada obediencia, lo que significaría su voluntad de ser plenamente y de existir con un valioso destino colectivo. El hombre actual se disuelve en cien obediencias, en muchas ocasiones obediencias contradictorias. Ha de creer que es fuente del poder, pero acepta que el poder posee razones inmanentes que predominan sobre cualesquiera otras. Lo tecnológico, por ejemplo, prima sobre lo ideológico hasta volverlo imposible. El saber técnico vive perpetuamente alimentado y sostenido hoy por la unilateralidad con que se le concibe. El hombre presente ha de creerse libre, pero siempre que no contradiga la ley oscuramente elaborada. Las leyes ya no brotan del convencimiento sino que es el convencimiento el que se origina en las leyes.
El constitucionalismo señala en este caso el ámbito bautismal para el ciudadano. El hombre de hoy ha de ser demócrata, pero con arreglo a una disciplina que obedezca a conceptos tales como la solidaridad o la cooperación, cosas ambas cuyos límites establece el poder dominante ¿Qué mundo de ideas se mueve tras la pantalla de la solidaridad, traspasada de intereses viciosos? Y en cuanto a la cooperación ¿pertenece al campo de nuestra fe o se trata de una cooperación puntual y establecida desde horizontes finalistas? Analicemos una situación que en Euskal Herria se da cotidianamente: ¿ha de cooperar un vasco con el poder español, que es ese poder que niega cotidianamente la vasquidad como marco para ejercer la soberanía sobre el propio y querido destino? Parece absurdo llegar siquiera a plantearlo ¿Y qué decir de la solidaridad que ahora se exige para salvar un modelo social edificado mediante una concepción unilateral de la producción y el reparto de la riqueza?
Resulta evidente que con el banquero no se puede llegar a otro vínculo que no sea el de cuentacorrentista, hoy exigencia poderosa para sujetar al ciudadano a una explotación forzosa, pues sin cuenta bancaria se anda por la existencia como sin pasaporte o fe de vida ante empresas y organismos que viven de la proteína que al parecer tiene el papel bancario ¿He de ser solidario con el banquero o realmente soy su víctima?
Lo que formalmente identifica al feudalismo es la distribución de la colectividad en escalones jerárquicos dentro de un ámbito artificialmente habilitado. En el seno de ese cuadro escalonado cada individuo vive sujeto a catecismos que hacen de su libertad un simple mecanismo de adhesión. Se es libre para habitar ese ambiente vital, pero esa libertad tan cacareada contiene una sentencia de muerte si se elige la ausencia.
Pasemos a lo ornamental. La fanfarria del consumo clasista identifica con mucha certeza a ese feudalismo. Formalmente lo define. Poseer cosas humanamente irrelevantes constituye la marca de la jerarquía y esa marca protagoniza a su vez el sentido de la libertad. Súbditos de mil amos diferentes los hombres de hoy suelen resignarse a ser nada en un servicio destinado a mantener los mitos del poder. Todo ese cuadro justifica, exige, la rebelión. Se trata de recobrar la libertad.

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