Ernesto Semán (Página 12)
Esta elección de medio término encuentra al presidente al frente de una población desgastada por tres años consecutivos de estancamiento y recesión; con programas de ajuste y una tasa de desempleo que ronda el 10 por ciento.
Barack Obama cerró el último fin de semana de campaña en un parque semivacío de Ohio, uno de los estados más importantes de la elección que confirmará hoy el resurgimiento de la derecha en Estados Unidos. En lo esencial, el Obama que les hablaba a las apenas ocho mil personas distribuidas entre los 13 mil lugares disponibles del campus de la Cleveland State University es el mismo de hace dos años. En aquel entonces, un carisma inédito y un programa de mayor inclusión social, creciente intervención del Estado en la economía y una política exterior apoyada en el multilateralismo fueron claves para canalizar la oposición al gobierno de George Bush, en medio de la desesperación frente a una de las mayores crisis económicas de la historia norteamericana.
Es imposible saber si la derrota que sufrirá hoy es el fruto de las limitaciones de su gestión o de la violenta reacción que despertaron sus aciertos. Lo más probable es que sea una infeliz combinación de ambas, cementada en la perpetuación de los efectos sociales de la crisis y el inédito andamiaje financiero desplegado en su contra por la derecha.
Buena parte de la suerte de la elección ya está echada, literalmente: más de la mitad de los que participan ya votaron por correo durante las últimas cuatro semanas. Para la otra mitad que votará hoy son los centenares de avisos que pueblan la televisión y las llamadas telefónicas de los centros de campaña, todo en un ambiente muy distinto al de hace dos años. En el 2008, la candidatura de Obama llevó a números record la participación popular en la campaña electoral, así como los niveles de votación entre jóvenes, sectores humildes y excluidos, no sólo la población de origen negro. El clima de decepción continúa casi como entonces, pero los republicanos han sido mucho más eficientes en tornarlo en contra de Obama que éste en ofrecer una expectativa razonable de cumplimiento de las ideas que lo llevaron a la presidencia. Si en el 2008 los candidatos demócratas buscaban una foto con Obama, hoy el presidente es una figura relativamente ausente en muchos distritos, aun si su popularidad sigue siendo alta en muchas de las grandes ciudades y centros industriales.
En la última semana, Obama recorrió unas veinte ciudades en una decena de Estados, algo similar a lo que hicieron su mujer, Michelle, y el ex presidente Bill Clinton en busca de recuperar el entusiasmo perdido en la base de apoyo a su campaña del 2008. En un movimiento de extremos mucho más característico de la política norteamericana que lo que usualmente se cree, esa vitalidad de las organizaciones de base que impusieron una plataforma de cambio hace dos años se registra hoy en los movimientos de extrema derecha.
La violencia del movimiento pendular no se explica sólo en las falencias del gobierno, sino en los efectos de una crisis económica que, en el mejor de los casos, recién empieza a terminar. Si Obama empezó su rápida carrera ascendente en el 2007 cuando era senador por Illinois y el desempleo no había alcanzado el 6 por ciento, esta elección lo encuentra como presidente, al frente de una población desgastada por tres años consecutivos de estancamiento y recesión, con programas de ajuste del gasto público en todos los niveles del Estado y con una tasa de desempleo merodeando el 10 por ciento.
La incertidumbre mayor respecto del resultado es saber si la magnitud de la derrota le permitirá o no mantener su programa de gobierno y su expectativa de reelección. En el peor de los escenarios, los demócratas pueden perder el control de ambas cámaras y de algunas gobernaciones claves en manos de candidatos republicanos apoyados por el Tea Party o ex líderes republicanos que se presentan como independientes. Mientras los republicanos se excitan con la posibilidad de llegar a hacer la mejor elección legislativa desde la década del ’50, los sectores más progresistas de la coalición demócrata oscilan entre el desencanto por las limitaciones de estos primeros dos años, la perplejidad frente al resurgimiento opositor y hasta la improbable convicción de que una derrota podría mover a Obama a retomar su agenda de campaña.
En principio, nadie duda de que Obama tendrá una Cámara baja opositora: los republicanos necesitan ganar 39 bancas, y buena parte de las encuestas les otorgan cerca de 45. En las últimas horas, los republicanos desembarcaron en algunos distritos en Nueva York, Pennsylvania, Colorado, Ohio e Illinois que hasta hace muy poco consideraban totalmente fuera de su alcance. Si esta noche los resultados muestran que los demócratas pierden más de 54 bancas, la derrota será peor que la que sufrió Bill Clinton en las legislativas de 1994. En aquel entonces, los demócratas perdieron por primera vez el control de Diputados luego de cuatro décadas de dominio, enfrentando a un Partido Republicano que se había corrido hacia la derecha de la mano de Newt Gingrich, con un discurso monolíticamente crítico del Estado de Bienestar, el gasto público y el plan de salud propuesto por los demócratas.
Las similitudes con esta elección no podrían ser mayores. Y en algunos sentidos el panorama actual es aún peor. El Partido Republicano cuenta con una maquinaria aún más aceitada y un movimiento como el Tea Party, que ha sido efectivo en hacer de esa propuesta política un programa de extrema derecha con cierto alcance popular, presentado como salida para la crisis económica. Cuenta, además, con un andamiaje financiero formidable. El total de los gastos de campaña del 2010 será cercano a los cuatro mil millones de dólares, convirtiéndola en la campaña más cara de la historia norteamericana. Una gran parte de esos fondos fue canalizada a candidatos republicanos a través del partido, pero también por medio del Tea Party y de organizaciones como American Crossroads, entidades que desde hace un año pueden hacer campaña por algún candidato presentándose como independientes y sin obligación de revelar la totalidad de sus miembros ni el origen de sus fondos.
En un caso extremo pero no improbable, los republicanos podría hacerse también del control del Senado, aunque Obama confía en que mantendrá la mayoría por apenas uno o dos votos. La disputa es tan pareja que en algunos casos los demócratas buscan contar con los opositores menos radicalizados aun a costa de perder bancas propias. Tal el caso de Florida, donde Bill Clinton ha tratado de convencer al propio candidato demócrata de que resigne su candidatura, para que sus votos ayuden al ex republicano Charlie Crist, quien viene segundo en las encuestas detrás del republicano de extrema derecha Marco Rubio.
Las gobernaciones en juego también presentan problemas serios para Obama. Los demócratas van camino a retener sin problemas la gobernación de Nueva York y a recuperar la de California, que está hoy en manos de Arnold Schwarzenegger y que representa al estado más grande de todo el país. Pero hasta último momento no se sabrá quién es el próximo gobernador de Ohio, un puesto que hoy ocupa el demócrata Ted Strickland y que el republicano John Kasich –levemente arriba en todas las encuestas– aspira a arrebatarle. Además de ser un estado grande, Ohio es considerado una de las claves para la elección presidencial y ha sido uno de los lugares donde más controversia ha habido en el manejo de los resultados.
Un paisaje paradisíaco para Obama sería una derrota contenida, la pérdida del control de la Cámara baja por escaso margen y retener el Senado y gobernaciones claves como las de Ohio. Un resultado así no sólo le daría mayor control sobre las instituciones, sino sobre todo un mayor margen de maniobra pública para continuar con su agenda. Una victoria republicana amenaza incluso con revertir incluso algunos pasos significativos dados desde el 2008. Parte del entusiasmo de campaña en la derecha ha sido la promesa de promover la reversión de la reforma del sistema de salud aprobada a principios de este año y la continuidad de las exenciones impositivas impuestas durante la administración Bush y que el actual gobierno aspira a no renovar.
La proeza republicana le debe algo a John Boehner, el candidato a diputado por un distrito de Ohio que, todo indica, reemplazará a la demócrata Nancy Pelosi como presidente de la Cámara baja. Boehner ha sido efectivo en su discurso “antiestablishment” y “antiWashington”, describiendo al Congreso como una máquina de impedir “que le ha dado las espaldas a la gente.” Es el personaje más inverosímil para encarnar esa narrativa rebelde, contando que lleva 18 años en Washington como diputado, que es el jefe de la bancada republicana y que su record de votación está perfectamente alineado con las posiciones económicas liberales que marcan las últimas décadas de la política norteamericana. Si los resultados de la elección de hoy son tan malos para Obama como indican las encuestas, ese es el liderazgo que deberá enfrentar en los próximos dos años.
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